Guárdate los pensamientos o grítaselos al viento...

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martes, 7 de mayo de 2013


EL MALDITO ORO DE HÉRCULES


Todo era triste, gris, apagado. Vivía en Toledo y, tanto allí como en otros sitios, la vida era un infierno para gente como yo. Mi nombre es Caín, y soy judío. Vivo en una casa pequeña, modesta, con poco espacio para una familia tan grande como la mía. La Inquisición perseguía a todas las personas que no pertenecían a la religión cristiana, por eso tenía terminantemente prohibido salir de mi casa. Sé que es algo extraño, pero cumplir las normas es la única manera de protegernos.

Eran las tres de la madrugada, llovía, y mi familia continuaba descansando, todos en hilera,  tendidos en el suelo. No pude contener mis impulsos de ver lo que ocurría fuera, mis deseos de permanecer bajo la lluvia por unos instantes, vivir... Salí clandestinamente a la calle, sin hacer ningún ruido. Me sentí feliz, alegre, libre. Iba dando pasos  enérgicos y decididos  por los oscuros callejones, con las manos metidas en mis húmedos y rotos bolsillos, cuando oí un grito aterrador a mis espaldas. Venían de la calle Navarro, eran gritos propios de una joven. Unas voces fuertes acompañaban sus gritos desesperantes. La Inquisición. Me hubiera gustado ayudarla, pero ya era tarde.

Corrí todo lo que pude, hasta adentrarme en la calle de las Gaitanas. Ellos iban detrás, oía su respiración, sus pasos, me observaban. Me paré un segundo, quedé paralizado por un momento, miré a un lado y a otro, estaba atrapado. De pronto, oí una voz, una voz ronca y seca que me hablaba desde una cueva oscura. Salté rápidamente al interior de la caverna. No sé si fue una buena idea, mas no había alternativa. Comencé a llorar, y otra vez a mis espaldas oí la voz ronca, aquella voz tan apagada. Sentí el contacto frío de una mano en mi espalda, y me giré en redondo.
Era un anciano que decía que tenía por nombre Hércules. En su cara llena de arrugas intentaba esbozar una sonrisa, mientras me contaba su historia. Era una bonita e increíble historia, eso había que resaltarlo. Luego continuó e, inseguro, me reveló un gran secreto, una vieja leyenda. Al concluir su historia, me dijo, resumiendo, que en estas cuevas había un enorme tesoro; la cueva estaba repleta de oro, plata y todo tipo de joyas antiguas.

Yo, incrédulo, sonreí  tímidamente creyendo que se trataba solamente de un loco, un enfermo. Pero terminé creyéndole cuando me enseñó el gran tesoro que allí había, era precioso, deslumbrante. Me dijo que cogiera lo que quisiera, que la muerte le acechaba por todas partes, y cuando muriera, cerraría la cueva para que nadie encontrara el tesoro. Aproveché la situación y cogí todo lo que pude, y salí de allí. Antes de que me fuera, el anciano me advirtió que tuviera cuidado con la avaricia que ese oro mágico provocaba en las personas, pero yo estaba seguro de que no me iba a ocurrir a mí.

Caminé hacia mi casa, y cuando vi a mi familia en la puerta, me percaté de que estaban enfadados. Sentí miedo, y sabía que en cuanto me acercara me iban a quitar el oro, y yo no quería que eso pasara. Salí corriendo, huí despavorido hacia las puertas de la muralla. Estaban cerradas, pero rápidamente encontré una salida. Tiré las joyas al otro lado de la muralla, y escalé hasta llegar al borde superior.  Miré atrás, vi a mi familia corriendo hacia mí, a los curas de la Inquisición en una calle esperando, y a un grupo de judíos y musulmanes muertos en el suelo. Las lágrimas fluían de mis ojos, y todo lo veía borroso, pero decidí saltar al otro lado y dejar mi vida atrás.

Huí con el oro hacia el río, y cuando iba a cruzarlo, se me cayó todo. Salté nerviosamente a las gélidas aguas, y por más que busqué, ya no había nada. Mi vida estaba acabada, no podía volver, y no podía sobrevivir. 

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