EL MALDITO ORO DE HÉRCULES
Todo era
triste, gris, apagado. Vivía en Toledo y, tanto allí como en otros sitios, la
vida era un infierno para gente como yo. Mi nombre es Caín, y soy judío. Vivo
en una casa pequeña, modesta, con poco espacio para una familia tan grande como
la mía. La Inquisición perseguía a todas las personas que no pertenecían a la
religión cristiana, por eso tenía terminantemente prohibido salir de mi casa.
Sé que es algo extraño, pero cumplir las normas es la única manera de protegernos.
Eran las
tres de la madrugada, llovía, y mi familia continuaba descansando, todos en
hilera, tendidos en el suelo. No pude
contener mis impulsos de ver lo que ocurría fuera, mis deseos de permanecer
bajo la lluvia por unos instantes, vivir... Salí clandestinamente a la calle,
sin hacer ningún ruido. Me sentí feliz, alegre, libre. Iba dando pasos enérgicos y decididos por los oscuros callejones, con las manos
metidas en mis húmedos y rotos bolsillos, cuando oí un grito aterrador a mis
espaldas. Venían de la calle Navarro, eran gritos propios de una joven. Unas
voces fuertes acompañaban sus gritos desesperantes. La Inquisición. Me hubiera
gustado ayudarla, pero ya era tarde.
Corrí todo
lo que pude, hasta adentrarme en la calle de las Gaitanas. Ellos iban detrás,
oía su respiración, sus pasos, me observaban. Me paré un segundo, quedé
paralizado por un momento, miré a un lado y a otro, estaba atrapado. De pronto,
oí una voz, una voz ronca y seca que me hablaba desde una cueva oscura. Salté
rápidamente al interior de la caverna. No sé si fue una buena idea, mas no
había alternativa. Comencé a llorar, y otra vez a mis espaldas oí la voz ronca,
aquella voz tan apagada. Sentí el contacto frío de una mano en mi espalda, y me
giré en redondo.
Era un
anciano que decía que tenía por nombre Hércules. En su cara llena de arrugas intentaba
esbozar una sonrisa, mientras me contaba su historia. Era una bonita e
increíble historia, eso había que resaltarlo. Luego continuó e, inseguro, me
reveló un gran secreto, una vieja leyenda. Al concluir su historia, me dijo,
resumiendo, que en estas cuevas había un enorme tesoro; la cueva estaba repleta
de oro, plata y todo tipo de joyas antiguas.
Yo,
incrédulo, sonreí tímidamente creyendo
que se trataba solamente de un loco, un enfermo. Pero terminé creyéndole cuando
me enseñó el gran tesoro que allí había, era precioso, deslumbrante. Me dijo
que cogiera lo que quisiera, que la muerte le acechaba por todas partes, y
cuando muriera, cerraría la cueva para que nadie encontrara el tesoro.
Aproveché la situación y cogí todo lo que pude, y salí de allí. Antes de que me
fuera, el anciano me advirtió que tuviera cuidado con la avaricia que ese oro
mágico provocaba en las personas, pero yo estaba seguro de que no me iba a
ocurrir a mí.
Caminé hacia
mi casa, y cuando vi a mi familia en la puerta, me percaté de que estaban enfadados.
Sentí miedo, y sabía que en cuanto me acercara me iban a quitar el oro, y yo no
quería que eso pasara. Salí corriendo, huí despavorido hacia las puertas de la
muralla. Estaban cerradas, pero rápidamente encontré una salida. Tiré las joyas
al otro lado de la muralla, y escalé hasta llegar al borde superior. Miré atrás, vi a mi familia corriendo hacia
mí, a los curas de la Inquisición en una calle esperando, y a un grupo de
judíos y musulmanes muertos en el suelo. Las lágrimas fluían de mis ojos, y
todo lo veía borroso, pero decidí saltar al otro lado y dejar mi vida atrás.
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