La gente llena la plaza, todos gritan el nombre
de las mercancías que venden para llamar la atención de gente como yo. La gente
compra y vuelve a su casa cargada de alimentos que más tarde se convertirán en
la cena. Todos pasan de largo despreocupados y alegres, como si nada en este
mundo fuese mal, pero se equivocan, todo va mal. La inquisición puede con todo,
mejor dicho, con todos. Da igual que grites o que tus argumentos sean realmente
buenos, ellos siempre tienen la razón. Mi padre, como muchos otros, no quiere
darse cuenta de la gravedad de la situación y, aunque se diese cuenta, no haría
nada al respecto. La cobardía abunda en esta ciudad, pocos tienen las agallas
de enfrentarse, y los que lo hacen mueren. Comienzo a caminar arrastrando los
pies cuando, de pronto, alguien me agarra del brazo. Es Samuel, mi mejor amigo
desde que apenas era una niña, me sonríe. "¿Comprando?" me pregunta,
niego con la cabeza, "paseando entonces" dice, "pensando"
le contesto. Caminamos en dirección a la judería en silencio, al llegar, el silencio se rompe. Una mujer
gritando pasa corriendo a nuestro lado, un humo se eleva a lo lejos. Mi amigo
me suelta la mano,"¡vete!" me grita. Me avergüenza decir que no
replico y empiezo a correr hacia mi casa. Al llegar mi padre me saluda, pero paso de
largo y voy corriendo a mi habitación. La realidad me golpea como un cubo
de agua fría, he dejado a mi amigo en
medio de un podgrom. Soy una cobarde. Me siento terriblemente avergonzada.
Comienzo a llorar y tras unos minutos en silencio y sin darme cuenta me quedo
dormida. El sol empieza a salir, no se cuanto tiempo llevo dormida. Después de
recordar salgo a la calle corriendo como alma que lleva el diablo. Vivo cerca
de la catedral y la judería no queda lejos. Al llegar, el corazón se me para y
contengo la respiración. El humo continúa inundando el aire, pero eso no es lo
peor: familias enteras frente a lo que antes eran sus casas, niños sollozando
"¡papá, mamá!", mujeres gritando, gente que todavía trata de apagar
las llamas. Entre tanta gente será imposible encontrar a una persona. ¿Y si
está muerto?, esta pregunta consigue hacerme llorar. Es entonces cuando oigo mi
nombre. Me giro buscando esa voz que no parece estar muy lejos. Cuando comienzo
a desesperarme unos brazos me cogen: es mi padre. Tras un torrente de
preguntas, comienza la caminata de vuelta a casa. Casi he llegado, me doy la
vuelta una última vez, acto seguido grito y comienzo a correr. Es Samuel, está
allí, sano y salvo, un poco chamuscado, pero aquello no importa, está y eso es lo
importante. Alguien me agarra, unas manos frías y duras, al mirar a mi alrededor comprendo lo que sucede. Samuel no está a
salvo, ni mucho menos, se lo están llevando para ser juzgado.
"Apártate", me dice el hombre que me sujeta, pero en este momento, yo
ya no tengo miedo, me pongo frente a Samuel y digo :"por encima de mi
cadáver". Samuel grita: "¡no lo hagas, nos juzgarán a los dos!".
Entonces, mi padre llega, en el momento oportuno para oír: "bien, os llevaremos
a ambos". No tengo muy claro lo que sucede a continuación, solo se oyen
gritos y más gritos, es entonces cuando uno pierde los nervios, veo a mi padre
caer al suelo con una espada clavada en el pecho: acto seguido, me desmayo.
Abro los ojos, Samuel me mira preocupado, mi
cabeza da vueltas. Cuando miro a mi alrededor, descubro que estoy en una
habitación vacía y oscura que huele a humo.
"Mi padre..." murmuro, Samuel me mira, "lo siento"
dice, "no pude hacer nada". Las lágrimas comienzan a rodar por mis
mejillas. Ahora estamos solos, solo nosotros para cuidar el uno del otro.
Aprieto los puños con fuerza, la rabia inunda mi cuerpo y mi alma. Samuel me
rodea con sus brazos. El mundo es muy
injusto; los indiferentes no hacen nada, los poderosos consiguen lo que
quieren, los inquisidores siguen cometiendo injusticias, los justos son
ajusticiados, y los que piensan de manera distinta se callan o esperan entre
los escombros la más mínima oportunidad de ser escuchados.